viernes, 23 de septiembre de 2011

El Mapa del Reino de Oro



Prólogo

Lisboa, 5 de Diciembre de 1577

       Una luminosidad corta la oscuridad profunda de mi ciudad y dibuja un sable color fuego en la inmensidad del cielo. Desde mi ventana lo veo y lo busco plasmar en la superficie áspera del papel. La mecha de la vela sigue ardiendo a mi lado, su luz se refleja en el vacio de la habitación. Allá bajo la ciudad se pierde en un entramado de calles y callejuelas por las cuales camino desde aquel bendito día en que mi padre postizo, Fray Luis de Ataíde, me llevó de la mano y me señaló con gusto religioso la serie de iglesias y capillas que, desde siempre, han brotado en el suelo accidentado de Lisboa como hongos que se acogen a la humidad de una roca. La verdad es que la llegada de un astro color fuego, que por la noche rompía la negritud del cielo lisbonense, estimulaba aún más la prédica de catástrofes inevitables que según los profetas de la desgracia, estarían prestos a caer al suelo tal cual una brutal hecatombe.   
Pero algunos años atrás, precisamente antes de que las agonías se acercasen tanto a la vida plácida que poseía,  seguía yo paseando por esa ciudad laberíntica acompañado por la figura paternal de Luis de Ataíde quien me protegía como un frondoso olmo.
Más tarde, cuando el bozo ya empezaba a despuntar por debajo de mi nariz, completamente solo e involucrado con mis pensamientos y sueños secretos, comencé a deambular por las tabernas de la zona baja, perdiéndome por entre los marineros y hombres de mar que gustosamente me narraban cuentos fantásticos que, a su vez,  parecían regalarme alas. Entonces yo, con mi imaginación, me lanzaba del punto más alto de la Alcazaba Real, en la cumbre de Lisboa, para perderme en el horizonte, buscando esas playas de arenas rosadas, esas montañas tan altas como la antigua Torre de Babel y eses palacios que estarían repletos de riquezas tan refulgentes que solamente con mirarlas cualquier humano quedaría ciego.